Saturday 12 May 2012

La semilla


Una semilla. Tierra mojada por gotas de agua que, empapando de vida con una simple caricia, se cuelan por los hoyuelos de este pétreo suelo. Un segundo, dos minutos, tres horas, cuatro días. Absorbiendo cada molécula, dilapidando el etéreo tiempo para atraer más rayos de luz, más calor, menos niñez, más tenacidad. 

De forma curvada, feto de una vida, se erguía para dar paso a una esbelta figura de largos brazos con lindas manos. Primero salió un dedo, después siguió todo el cuerpo guiado por una fuerza sobrenatural, ansioso, para nutrirse del aire y crecer. Crecer, crecer, crecer. Cuando se dio cuenta ya era un árbol. Un señor árbol. Podía drogarse con la vida que emanaba de sus efluvios.  

Las hojas le hacían cosquillas y le susurraban historias al viento. A ese viento que llevaba las estaciones, a ese viento que vida les dio y que un día las secó. Como el zumbido de una colmena que no quiere ser vista para permanecer en disimulada actividad, runrunearon sus hojas al caer. Y el árbol, el señor árbol, se cubrió de un manto de fragilidad y lloró. Derramó amargas lágrimas de sabia savia. Entonces, una cálida brisa hizo elevar una hojita de las que habían caído. La levanto hasta que el árbol pudo oírle confesar: “cada segundo, cada amanecer, cada crepúsculo, cada noche que he vivido contigo he sido feliz y esto nutrirá cada uno de mis recuerdos por muy secos que ahora estén”. Y de la misma manera con la que la había despegado del suelo, la cálida brisa se enfrió y la devolvió con sus compañeras. 


Foto (Anna): Bassegoda


Anna

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